El Panteón del primer imperio (Los condorazos)


…Porque antes de que el hombre conozca la palabra, hubo una civilización muy poderosa, única y sorprendente, de aquellos gigantes que habitaron sobre la faz de la tierra y vivieron en el edén adánico, Condorazos era su nombre, y de ellos apenas quedan pistas en la memoria del hombre, rocas dispersas como migajas de pan por el mundo; sin embargo, hay algunos que hablan de ángeles, de gigantes como mitos o leyendas; no fue así cuando todos veneraban al primer imperio de estos gigantes alados que viajaron por todo el orbe, dejando su conocimiento en el raciocinio popular, por ejemplo, aún se pueden apreciar las pirámides de Egipto, las cuales emulan a las tres montañas que vieron nacer al hombre. El Chimborazo, el Altar y Tungurahua, quienes conformaban el paraíso.

Hace dos décadas, que sobre las faldas de Taita Chimborazo me mostraron aquel imperio del que hablo, sus restos reposan ocultos de cualquier intruso, pues el panteón más importante de esta civilización, aún yace latente e intacto en nuestros tiempos; podría decir que fue una coincidencia absoluta, pues había perdido una res mientras tomaba mi almuerzo.

Al buscarla por tres días y haber acampado por dos noches en las heladas nieblas y lluvias del volcán, un pequeño hombre albino ataviado con poncho rojo me despertó al amanecer, asegurando haber encontrado aquello que perdí, lo seguí entonces y me condujo por senderos jamás antes vistos hasta llegar a una enorme cueva, me pidió tranquilidad y me guió hacia el interior, la pequeña cueva se ensanchaba constantemente a cada paso propiciado por mi andar, por momentos creí estaba en su casa, sin embargo, cuando iluminó el interior con una vela, todo tomó un brillo excesivamente dorado, pues las paredes habían sido recubiertas con bloques de oro y columnas de plata; al final del túnel habían talladas doce enormes estatuas de tres metros de alto con alas.

Pregunté si él vivía en aquella cueva y respondió que el volcán era su hogar — El hombre está al borde de extinción, y la primera civilización ha de renacer como la última — aseguró, me contó sobre esos gigantes alados que esperan el momento preciso para salir de su estado sólido y gobernar nuevamente el orbe.
Me guió de nuevo hacia la salida del túnel y luego hacia un mirador en la parte alta del volcán, señaló hacia la ciudad de Guano, sin embargo, no era la misma, era el antiguo imperio de los gigantes a los cuales llamaba Condorazos, pues había casas enormes de un solo piso que tenía un sótano donde criaban cuyes para mantenerse calientes, sus hogares eran fabricados con rocas lisas de dos metros cada uno y techos de oro con jardines encima, los cóndores volaban libremente sobre el imperio surcando los caminos de piedra y puentes de madera brillosa que cruzaban por cuatro ríos, los gigantes alados que la habitaban vestían largas túnicas parecidas a los ponchos y pantalones de lana de llama.

Bajo la Mama Tungurahua habían cuarteles de guerreros empuñando lanzas con puntas de obsidiana, en las faldas del altar, el primer pueblo de humanos que luego saldrían a explorar el orbe y en el Taita Chimborazo, fabricado en ladrillos de oro y escaleras a manera de pirámides que llegan hacia el poblado, estaba el hermoso edificio del concejo directivo, sobre el cual estaba yo parado junto al pequeño hombrecillo albino, como fantasmas que apenas lograban mirar su cotidiana vida.

Las mujeres aladas cosechando granos y papas en las granjas con los sistemas de riego de terrazas que utilizaban los incas, algunos gigantes regresaban cargando mamuts que habrían cazado por las cercanías, y algunos “mayabs” o sacerdotes agradeciendo a la madre tierra por los alimentos y la vida, pues los Condorazos no vivían de la tierra, sino convivían junto con ella, porque eran los hijos de la tierra, a la cual respetaban.

Cuando la visión terminó, me explicó que el primer imperio había desaparecido a causa de un gran cataclismo que duró cuarenta días y cuarenta noches consecutivas, sin embargo, aguardan el momento exacto para reaparecer sobre el orbe, el pequeño hombre me entregó una barra de oro equivalente a la res que perdí, a sus terneros y a  su leche, me guió de regreso hacia mi acampamiento y tomé el camino de vuelta a casa.

Molesta conmigo mi mujer, pues había desaparecido casi tres semanas, me culpó de haber estado borracho, y haber descuidado a la res que al fin y al cabo había regresado, por ello no he comentado mi anécdota hasta éste día, pues mientras mi familia miran en mi barra de oro una roca sucia, yo aún aprecio el brillante dorado perteneciente al panteón del antiguo imperio…[1]



[1] Basado en el libro de Luis Alberto Borja: Los Condorazos.[1]


Escrita por Christo Herrera.



Comentarios

Lo más leído